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Parte del martirio de
saber quién era (yo) empezó cuando asistí a
la escuela. Recuerdo que el maestro no hablaba el idioma del pueblo;
reprimía severamente a los niños que hablaban la lengua
de nuestros padres. Entonces empezaron mis primeras dudas sobre
la validez de mi lengua, de mi cultura y de todo lo que la comunidad
y mis padres me habían enseñado y me seguían
enseñando.
A los catorce años tuve que salir de mi pueblo para cursar
estudios de secundaria. En ese nuevo ambiente, ajeno a mi mundo
cultural, pasé inadvertido; era uno más de los alumnos.
Los maestros nos daban a todos el mismo trato. Escondí mi
idioma, lo guardé para mí mismo, no había el
espacio social para comunicarme a través de él. Sólo
lo usaba cuando regresaba a mi pueblo.
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