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Guillermo Prieto
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Ángel era considerado como el centro de placeres que ofrecía
mayor animación, y en efecto, pudo contar temporadas deliciosas.
San Ángel, como se sabe, es un laberinto de vergeles, de huertas
de aguas cristalinas, de lomeríos pintorescos y paisajes deliciosos;
domina el valle de México y se perciben aéreas arboledas,
las torres y bóvedas de la Parroquia y el Carmen y sus edificios
blancos y alegres en medio de las verdes milpas, y los visos de oro de
riquísimos trigales.
Tenía y tiene dos grandes plazas el pueblo: una, la de San Jacinto,
hoy poblada de árboles, otra, de los licenciados, porque cuatro
eminencias del foro poseían las principales casas.
Los pueblecitos que rodean San Ángel son ramos de flores, cestos
de frutos, tibores de perfumes, nidos de aves canoras, de encantadas mansiones
de delicias.
Tizapán, con sus bosques sombríos de manzanos, Chimalistac,
con sus indios comedidos y sus jacalitos entre flores; el Cabrío,
con sus árboles gigantes y sus cascadas saltando espumosas sobre
las rocas volcánicas, sus chocitas en que se vendían quesos
y panochitas de leche, la cañada con sus altos muros de enredaderas,
mimosas y campánulas, y otros mil sitios de solaz y recreo, atraían
año por año concurrencia
escogida y numerosa.
Desde los preliminares de la temporada tenían encantos indescriptibles.
Carros en que caminaban de cabeza las sillas; amontonados los colchones
y tambaleando biombos y roperos; en alto los plumeros; acurrucados los
baúles, encubiertos los útiles no destinados a la luz pública.
Coches ómnibus con sus cuatro mulas, su cochero insolente y su
sota comunicativa, encerrando una población de chicos, de ancianos,
de perros, de trompetas y tambores.
Los niños en gran lance campestre, con sus sombreros jaranos y
sus calzoneritas de botonadura de plata; las niñas adoptando el
rebozo popular sin dejar de lucir sus caracoles; los ancianos con gruesos
bastones y sombreros de palma; las ancianas con sus zorongos presuntuosos
y sus canastillas con sus novenas, su linimento, su álcali, su
apodeldoc y su agua cefálica, articular y de hormigas para los
lances imprevistos; los criados atareados en sus cocinas, entre cestos
y maletas, llevando el borrego del niño boca abajo y dando alaridos
en la cabeza de la silla.
Pero
toda la comitiva, riendo y charlando, entablando diálogos con los
apuestos jinetes que hacían caracolear, escoltando el coche y circulando
el jerez, los mamones, las puchas y rodeos, del coche a los caballeros
y de ellos a los criados y gente agrupada, que daban tumbos en los carros
pereciéndose de risa.
¿Quién es capaz de pintar con su peculiar colorido un paseo
en burros? ¿quién una merienda al margen de un riachuelo
bajo los sauces? ¿quién un almuerzo en Tizapán con
sus mesas tendidas bajo los árboles, con los manteles albeando,
los cristales reverberando con el sol, las damas vestidas de blanco y
coronadas de rosas, los bailadores como revolando entre las flores y viéndose
por los claros del bosque de manzanos, ya el edificio de la fábrica
de papel, que remendaba el castillo feudal; ya la cascada precipitándose
espumosa y radiante; ya las llanuras, arboledas y acueductos, y en el
fondo, realizándose en su cielo purísimo la ciudad inmensa
con sus torres y miradores, las bóvedas de sus numerosísimas
iglesias, sus lagos y volcanes magníficos.
Pero lo más notable y lo de más poderosa seducción
para mí, era que, no obstante las pretensiones aristocráticas
muy vivas en la época, a pesar de la desigualdad de fortunas y
ser mucho menos comunicativa aquella sociedad, era fórmula, axioma
y precepto decir: en la Garita se queda la etiqueta, y con tal salvaguardia
y sin la falta más leve a las conveniencias de la más fina
educación, alternaba la gran dama con la rancherita y acogía
afable a la indita de quien se hacía comadre; los personajes platicaban
con los notables del pueblo, con arrieros y jardineros, y tenían
su lugar en las reuniones el hacendado y el ministro, el barbero y el
sacristán, el rancherito remilgado y el reverendo carmelita que
solía participar de su sabroso arroz de leche y de sus empanadas
famosas a los bienhechores de su santa comunidad.
Prieto, Guillermo, Memorias de mis
tiempos, México, Alianza Editorial-Consejo Nacional para la Cultura
y las Artes, s/f, pp. 16-19.
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